Sana nuestra tierra

“Si se humillare mi pueblo, sobre el cual mi nombre es invocado, y oraren, y buscaren mi rostro, y se convirtieren de sus malos caminos; entonces yo oiré desde los cielos, y perdonaré sus pecados, y sanaré su tierra.”

2 Crónicas 7:14 (RV60)

Seguro que no es la primera vez que lees el versículo que preside el boletín de este mes.

Es uno de esos versículos que se han usado tanto, pero a la vez tan mal.

Una lectura detenida de este pasaje en su contexto nos viene a hablar de una situación concreta que afectaba al pueblo de Israel, en un momento histórico concreto.  

Este momento no era el de más decadencia, ni el más crítico ¡Todo lo contrario! Recién se había inaugurado la obra arquitectónica religiosa más importante de toda la historia de Israel. Tras siglos en los que la presencia del único Dios verdadero era “revelada” y adorada en una tienda (tabernáculo) de reunión, ahora se le había construido un templo, a la altura de los grandes templos paganos de las naciones de alrededor. Y para colmo Israel había alcanzado la máxima extensión que había tenido nunca. Su ejército estaba bien equipado y organizado. La economía del país era próspera. Su rey Salomón, parecía el más digno sucesor del gran rey David, uno de los hombres más sabios de la historia antigua y se había labrado una reputación a nivel internacional, que le proporcionó una gran riqueza. El pueblo hebreo atravesaba un momento dulce. Y, sin embargo, solemos usar este pasaje en tiempos de decadencia.

Entonces, me vienen a la mente dos preguntas ¿Por qué Dios dio esta condición de humillarse del pasaje indicado en un momento como este con el propósito de sanar la tierra? Y ¿Por qué solemos usar este versículo cuando pensamos que nuestra tierra está enferma?

Ambas preguntas me llevan a responder con otra pregunta ¿Acaso la Israel de Salomón estaba verdaderamente sana?

Realmente no, y eso se vería en los años posteriores, cuando la sabiduría de Salomón dio paso a la insensatez del disfrute de las influencias extranjeras y las latentes divisiones internas, que llevarían a fragmentar un reino, que a la larga acabaría siendo sometido y luego destruido.

El problema es que confundimos la prosperidad material y terrenal con las bendiciones del Señor demasiado a menudo.

Dios, sin embargo, tiene una visión de nuestra vida más amplia, y a la vez, más profunda. Y es que, no importa lo alto o grande que levantemos nuestro templo a Dios, no importa lo bien que nos vaya en lo material o en nuestra carrera profesional o en cualquier otro ámbito terrenal. Si nuestra vida no está humillada (en oración) ante Dios, no seremos espiritualmente sanos.

“Sana nuestra tierra” es el lema y título de la 69ª Convención UEBE, basado precisamente en el pasaje que hemos comentado hoy, y que se celebrará, Dios mediante, del 22 al 24 de octubre en Gandía. Nos llama a tomar conciencia como pueblo bautista en España, de nuestra realidad y salud espiritual.

No importa si en poco tiempo conseguimos (por fin) vencer a la covid19, con la vacunación o las medidas sanitarias, o no importa si conseguimos recuperar nuestra economía, si la salud más importante, puesto que es la que perdura eternamente, que es la espiritual, está en mal estado. Su sanidad sólo se consigue de rodillas ante Dios, evaluando con sinceridad nuestra vida y rindiendo cada acto que acometemos ante Él. Esto lo debemos de hacer a nivel individual, pero también como iglesias, para que así sea sanada nuestra tierra. ¡Señor, sánanos a cada uno de nosotros! ¡Sana nuestras iglesias! ¡Sana nuestra tierra!

Santi Hernán

¿Nada me faltará?

“Jehová es mi pastor; nada me faltará”

Salmo 23:1
ovejas, rebaño, cuidado pastor, provisión

El texto que encabeza este boletín es uno de los más conocidos junto con el Padre Nuestro y muchos otros que, en ocasiones, leemos de corrido sin pararnos demasiado porque ya nos los sabemos de memoria. Son bonitos, decimos, pero no nos detenemos un poco más para descubrir cada cara del diamante que tenemos delante de nuestros ojos.

En una ocasión, cuando estaba meditando en esta porción de la Escritura, no pude evitar fijarme en esas tres palabras en español de la segunda parte del versículo: “nada me faltará”. Evidentemente no se puede entender sin lo que viene antes, es decir, que “Jehová es mi pastor”. Eso es lo que da consuelo y alivio a nuestra alma, pues entendemos que tenemos un Padre en el cielo que sabe de qué cosas tenemos necesidad.

Lo que hizo más precioso este fragmento a mis ojos, fue hacerle una pregunta al texto que nunca antes había hecho. Fue algo así como: ¿Qué significa que no falta nada a aquellos que realmente pierden algo, aun creyendo en Dios? Sí, me explico, ¿Cómo podría decir alguien que no le falta nada si de repente, aun teniendo una fe firme, se ve en la necesidad de abandonar su casa porque ya no tiene dinero para el alquiler? ¿O cómo leerá este salmo alguien que después de 20 años en su puesto de trabajo, le despiden sin verlo venir? Es ahí donde quizá nos preguntaríamos: Señor, ¿no decías que no me faltaría nada?

Reflexiono que hemos malinterpretado mucho esto. Sí, ciertamente Dios aquí nos promete que no nos faltará nada, pero nosotros somos los que sutil e internamente acabamos definiendo qué es lo necesario que no queremos que falte. Hemos olvidado que eso es una prerrogativa de Dios.

Lo que quiero decir es que encontraremos el verdadero cumplimiento de esta promesa cuando alejemos de nuestro corazón la intención de definir nosotros mismos qué es lo necesario y qué no y, sobre todo, qué es la falta de algo y qué no.

Lo que Dios está diciéndonos aquí es que no tendremos necesidad de nada, pero no hay ningún indicio que nos haga pensar que eso signifique que Él no nos quitará o dará según su buena voluntad y sabiduría aquellas cosas que creemos que sí o sí deben seguir en nuestra vida. Parece que solo queremos citar este salmo cuando las cosas ocurren de tal modo que no nos quitan la estabilidad que hemos construido. ¿Se nos ha olvidado el v. 4? “Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo; tu vara y tu cayado me infundirán aliento”. Pueden venir cosas que desestabilicen y nos hagan creer que Dios ha errado en su promesa de hacer que nada nos falte, pero en realidad, Él mantiene su presencia a nuestro lado en esos momentos.

Pensemos un poco. Puede que de repente hayamos tenido que abandonar nuestra casa e irnos a otra más pequeña, barata y vieja, ¿pero ha faltado Dios a suplir nuestra necesidad de techo? A lo mejor he perdido mi trabajo de siempre y me veo en la necesidad de buscar otro, ¿pero ha incumplido Dios su promesa de suplirnos en nuestra necesidad de ahí en adelante? Podemos estar seguros de que no nos faltará nada en este mundo según los criterios sabios, buenos y providenciales de la inteligencia de Dios (y no según queremos nosotros). Y sin duda, el cielo que anhelamos no tendrá necesidad de nada, porque allí estaremos con Jesús para siempre. ¿No es Él en verdad el Pastor que necesitamos tanto unos como otros antes que cualquier otra cosa, aquí y en la eternidad?

Pr. Jesús Fraidíaz

¿Qué es la misión?

“Por tanto, id y haced discípulos de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a obedecer todo lo que os he mandado. Y os aseguro que estaré con vosotros siempre, hasta el fin del mundo.”

Mateo 28:19-20

Desde que estoy más implicado en las cosas de Dios y en la iglesia, siempre que he oído acerca de la palabra “misión” me han venido a mi mente principalmente dos cosas:

La primera: Ser de testimonio (y a ser posible de ejemplo) a otras personas que no son creyentes, para que, a través de uno mismo, puedan conocer al Cristo que nos cambió la vida y así puedan cambiar la suya.

La segunda: hacer campañas evangelísticas que consisten principalmente en que toda o parte de la iglesia sale a la calle para repartir tratados y predicar, también organizar actividades más o menos atrayentes en la calle o en lugares públicos diversos para poder llamar la atención de la gente.

Mientras que la primera cuestión debía de ser más o menos diaria (testificar a los que nos rodean: compañeros de trabajo o estudios, vecinos, familiares, amigos, etc.). La segunda se solía hacer en fechas concretas, siempre con alguna excusa: en verano, por el buen tiempo, o en navidad, ya sabéis por qué, o quizá en alguna fecha señalada (como las macro-campañas por el 500 Aniversario de la Reforma Protestante o todo lo que se organizaba cada vez que venía Luis Palau u otro gran predicador).

Pero la pregunta que (me) hago es ¿Acaso eso es misión? Sí y no. Me explico: Por un lado “sí” lo es porque forma parte de nuestra misión el anunciar el evangelio a todas las personas posibles, con los medios que sean posibles y en los momentos y por las excusan que sean posibles, y hacerlo tanto de manera masiva como de manera personal, con nuestros allegados.

Pero la respuesta definitiva para mí sería un “no” porque lo dicho antes se queda corto para definir a la “misión” de la iglesia.

Misión es mucho más que predicar en la calle y compartir en la oficina o en la casa. Es una tarea de la iglesia, que implica a toda la iglesia y con todos los dones que encontramos en ella.

Precisamente uno de los caballos de batalla que tenía que enfrentar todas las veces que se hablaba de misión y cuando se animaba a toda la iglesia a implicarse en ello era las enormes dificultades que encontraba a la hora de testificar a otros, ya que sencillamente no se me da bien, no es lo mío. Y sé de sobra que no soy el único al que le pasa. Pero para eso somos un cuerpo.

Un cuerpo en misión

Tomando la analogía de la iglesia como un cuerpo humano que hace el apóstol Pablo en 1 Corintios 12. Supongamos que aquellos que son más evangelistas, que no les importa subirse si es necesario al escenario que sea para predicar a toda la gente, son como, por ejemplo, “la boca” ¿Acaso toda la iglesia es “boca”? ¿Acaso la iglesia se compone de “bocas” que todas no dejan de hablar? No, ni mucho menos (y a Dios gracias). Existen los pies, las manos, los ojos, los oídos, etc.

Pero debemos de entender que todas las partes del cuerpo han de ir juntas a hacer el mismo trabajo, la misma misión. No hablarán los pies, pero sí se encargarán de llevar a todo el cuerpo al lugar adecuado, no hablarán las manos, pero sí se encargarán de hacer, dar, ayudar… no hablan los ojos (al menos literalmente) pero sí observan dónde hay mayor necesidad y son los que apuntan a donde se tiene que dirigir el cuerpo, no hablan los oídos, pero sí escuchan la necesidad del prójimo, y así podemos seguir con un largo etc.

¿En qué consiste la misión?

Pero yendo al meollo del asunto ¿Qué es la misión? Mateo 28:19-20, que es el pasaje de la misión por excelencia, la conocida como “La Gran Comisión”, nos habla del mandato de nuestro Señor en este aspecto. ¿Qué ordena exactamente a sus discípulos? ¿Id y predicar a las plazas?, o bien ¿Id y repartid literatura? ¿Acaso Id y haced actividades para atraer a la gente? … Todo eso suena bien, pero nuestro Señor no dijo nada de eso, sino “Id y haced discípulos” y posteriormente dice “… bautizándoles …” y “… enseñándoles …”.

Así que una campaña puntual puede ser útil y hasta cierto punto eficaz. Pero no es suficiente porque ahí falta la formación de los nuevos creyentes y su incorporación plena a la iglesia mediante el bautismo. Y ahí todos tenemos trabajo que hacer, siempre en función de los dones que Dios ha repartido como ha querido a cada uno: Acompañamiento, enseñanza, educación y formación, exhortación, oración, adoración, administración, aportación económica, acción social, etc. La pregunta es casi obligada: ¿Y tú? ¿En qué estás contribuyendo a la misión de la iglesia? ¿Qué aportación estás haciendo para cumplir con la labor de “hacer discípulos”?

Santi Hernán

Cómo obtener respuestas a la oración

«Y esta es la confianza que tenemos en él, que si pedimos alguna cosa conforme a su voluntad, él nos oye. Y si sabemos que él nos oye en cualquiera cosa que pidamos, sabemos que tenemos las peticiones que le hayamos hecho.».

— 1ª Juan 5:14-15

Orar con Biblia

Dios responde a la oración. Y aunque invocar al Señor implica muchas cosas, quiero centrarme en lo que es principalmente, es decir: pedir y recibir. En ocasiones hemos redefinido la oración por temor a que la gente piense que la oración es pedir egoístamente, pero el Señor no tiene miedo de presentarnos la oración como pedirle algo y Él supliéndolo.

Es igualmente cierta esta lucha en nuestro interior: Sabemos que Dios escucha, nos animamos a pedir con el deseo de que responda, pero a la vez encontramos con que pareciera ignorarnos y dudamos de que realmente nos oiga. A veces, usamos la “excusa santa”: Dios es soberano. Y es verdad, lo es, y por eso oramos y buscamos respuesta. Hoy quisiera animar a cada lector con 3 consejos que podemos poner en práctica en nuestra vida de oración para poder obtener respuestas.

  1. Orar con confianza a Dios. Dios se nos muestra una y otra vez como digno de confianza. Si oramos sin confiar en Él, es como cuando intentamos mostrarle a alguien que puede fiarse de nosotros y, sin embargo, una y otra vez duda de nuestras intenciones. ¿Cómo nos sentimos? Imagina ahora cómo ve Dios nuestra falta de fe en la oración, y más sabiendo que Él no es un hombre. Al orar, nos pide que confiemos en su amor y en su constante disposición a darnos lo que es bueno. Si pedimos a Dios y no confiamos en que Él puede darnos y nos dará lo que ha prometido, ¿cómo responderá? “Sin fe es imposible agradar a Dios” (Heb. 11:6). Pero, sobre todo, nuestra confianza está en Jesús, por quien Dios nos oye y ha abierto la puerta a tener comunión con Él en cualquier tiempo y lugar. Ahí empieza verdaderamente la oración.
  2. Orar conforme a la voluntad de Dios. Tener fe en Dios en la oración no significa hacer mucha fuerza en nuestra mente o deseos para que eso que imaginamos o queremos nos venga. La oración no funciona como la “ley” de atracción. La oración tiene confianza no en lo que nosotros queremos que Dios cumpla, sino en lo que el Señor quiere hacer y ha prometido darnos en respuesta a la oración. Nuestro texto así lo dice: “si pedimos alguna cosa conforme a su voluntad, él nos oye”. Sería absurdo pensar que Dios nos da carta libre para pedir cualquier capricho, pero una vez que Él transforma nuestra voluntad y corazón para agradarle, entonces nos deja pedirle cualquier cosa, porque siempre será conforme a su voluntad. ¿Y acaso Dios se negará a darnos aquello que Él quiere? Evidentemente para conocer lo que Dios desea y saber cuáles son sus promesas, debemos acudir a la Biblia, tomarlas, por así decirlo, y aplicarlas a nuestras vidas y circunstancias. Dios está más dispuesto a responder que nosotros a pedir conforme a su voluntad.
  3. Orar con la certeza de que Dios responderá. Finalmente debemos esperar las respuestas a nuestras oraciones. Pueden tardar desde 1 milésima de segundo a años, pero si es conforme a su voluntad, hemos de tener la expectativa de que Él responderá, y estar alerta. A veces pedimos cosas a Dios en forma de “muletilla”, pero ni deseamos ni esperamos ver respuesta alguna. Dejemos las frases clichés en la oración y oremos concretamente por todo lo que es su voluntad y veremos respuestas.

Mucho más podríamos decir respecto a este asunto, pero por hoy creo que es suficiente y ya es una tarea lo suficientemente grandiosa como para que empecemos a ponerla en práctica y a pedirle al Señor que nos conceda vivir todo esto. Que Dios nos haga hombres y mujeres de oración.

Los unos a los otros

“Amaos los unos a los otros con amor fraternal; en cuanto a honra, prefiriéndoos los unos a los otros.”

Romanos 12:10 (RVR1960)

Siempre me ha llamado la atención el uso bíblico de la expresión “los unos a los otros”, en diferentes pasajes y contextos. Me llama la atención, entre otras cosas, por la cantidad de veces que se repite, especialmente en el Nuevo Testamento y, sobre todo, refiriéndose a la iglesia. Si tomamos como referencia la versión Reina Valera 1960 (porque es la más utilizada en nuestro entorno) podemos encontrar esta expresión exacta hasta en 14 ocasiones (15, si añadimos la que aparece en Hechos 19:38, cuyo contexto no tiene nada que ver con la iglesia).

Esta expresión incluye estas acciones:

  • “… lavaros los pies los unos a los otros” (Jn 13:14)
  • “abrazándonos …” (Hch 19:38)
  • “no nos juzguemos más …” (Ro 14:13)
  • “recibíos …” (Ro 15:7)
  • “… amonestaros …” (Ro 15:14)
  • “Saludaos …” (Ro 16:16 y 1 Co 16:20)
  • “servíos por amor …” (Gál 5:13)
  • “soportándoos con paciencia …” (Ef 4:2)
  • “No mintáis …” (Col 3:9)
  • “alentaos …” (1 Ts 4:18)
  • “… exhortaos …” (Heb 3:13)
  • “Hospedaos …” (1 Pe 4:9)

Y dejo para el final el que está en la cabecera de este artículo y que tiene la peculiaridad de aparecer dos veces en un mismo versículo y que además considero que resume a todos los demás que contiene esta expresión: “Amaos los unos a los otros… prefiriéndoos los unos a los otros” (Ro 12:10).

Falta de implicación

Visto esto digo yo ¡Qué fácil es ir al culto los domingos! (más aún si podemos verlo desde nuestras casas) y no implicarse con la iglesia. Creedme que la cristiandad está llena de personas que dicen ser cristianas y no se implican en absoluto con su iglesia local ni con sus hermanos, incluso me atrevería a decir que existe una gran mayoría de cristianos que no colaboran en nada en ningún ministerio de la iglesia, ni siquiera oran o se preocupan por sus hermanos en la congregación, algunos de estos sólo asisten a los cultos y otros ni siquiera eso.

Entiendo que cada uno tiene una manera diferente de aportar a su iglesia con la multitud y diversidad de dones y operaciones a las que estamos llamados a hacer. Y eso lo refleja más o menos la foto que decora este artículo, y no todos tienen o pueden tener el mismo nivel de implicación, pero el que más y el que menos, se “mancha” las manos para formar ese precioso mosaico con forma de corazón, para mostrar el amor de Cristo a los demás.

No le vamos a pedir lo mismo a un joven que a un anciano, ni tampoco le vamos a pedir lo mismo a alguien que lleva poco en la fe que el que ya tiene años de caminar con el Señor. Todos aportan su granito de arena a la obra y todos empujan con mayor o menor fuerza, con sus manos, con sus pies o con lo que sea para tratar de mover hacia adelante la iglesia, con Cristo delante tirando y guiando. Pero, al fin y al cabo, todos esforzándose.

Unos por otros es beneficiar al cuerpo

El hecho de hacer cosas “los unos por los otros” es beneficiar a un cuerpo, formado por personas. No es tanto ayudar a una institución o una corporación sin alma. Un problema muy común para muchas personas es que no ven a la iglesia como lo que es y como lo describe la Biblia: como el cuerpo de Cristo.

Y no es un “cuerpo” como ente etéreo o solamente espiritual, sino que es un cuerpo terrenal, físico, formado por personas de carne y hueso e inevitablemente rodeadas por un mundo físico, con todo lo que implica de malo, pero también de bueno. Si el Señor nos ha mantenido con los pies en la tierra, pero con la esperanza en el cielo, es por algo. No desprecies a tu iglesia con tu indiferencia, tu crítica o tu pasividad, haz las cosas por los demás miembros de este glorioso cuerpo que, son tan (im)perfectos como tú.

Santi Hernán

La tercera ola

“Yo sé que en mí, es decir, en mi naturaleza pecaminosa, nada bueno habita. Aunque deseo hacer lo bueno, no soy capaz de hacerlo. De hecho, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero.”

Romanos 7:22-23 (NVI)

Cada vez que hablo con algún hermano que viene de algún país extranjero y me cuenta acerca las maravillas de su país, sus paisajes, sus tesoros naturales, sus preciosas ciudades con monumentos grandiosos o mejor aún, cuando yo mismo tengo el gusto de poder viajar y ver todo eso con mis propios ojos, me asombro de lo bonito que es nuestro mundo. Y esto nos dice mucho de su autor, que es nuestro Señor (incluso las ciudades, pueblos y monumentos, elaborados por el hombre, reflejan la inventiva de la imagen que Dios imprimió en nosotros). La creación es maravillosa, deleita nuestros sentidos y nos enseña lo que se cuenta en Génesis 1 y 2. Entonces ¿Por qué el mundo se ha vuelto un lugar tan hostil y es incluso dañino?

Lo fácil para un cristiano es echar la culpa al llamado “pecado original”, a nuestra rebeldía y maldad humana para luego, intentar enmendarlos como sea. Pero no es tan sencillo.

Estamos en la llamada “tercera ola” de la pandemia por coronavirus en el mundo y eso es un reflejo de lo que ha supuesto la historia de la humanidad. Pretender salir adelante por nuestros propios medios y volver a caer una y otra… ¡y otra vez!

La mayor parte de las personas no acabaron de entender lo que significa realmente el pecado y como combatirlo. Lamentablemente muchos cristianos tampoco lo han entendido.

Considerar “pecado” el simple hecho de hacer cosas que entendemos como malas o incorrectas (y estoy seguro de que todos tenemos en nuestra mente una lista de estas cosas) es quedarse muy muy corto para definir el pecado y las implicaciones que trae consigo. El pecado es la separación de Dios con las profundas implicaciones que conlleva, que son muchas más que simplemente “hacer cosas malas”. Describir el pecado como aquello que hacemos mal es como definir una enfermedad sólo en base a sus síntomas. Imaginad si hubiéramos querido combatir la covid sólo atacando a sus síntomas y no a lo que causa el problema, que es el virus. ¡No habría vacuna! ¡Estaríamos perdidos! Pues así es como algunos cristianos pretenden “atacar” el pecado: simplemente diciendo “No hagas esto” o “No hagas aquello” (al “esto” o al “aquello” ponle los nombres que consideres). O cargando con una fuerte carga de culpabilidad a quién ha hecho algo que nosotros pensamos que está mal, sin considerar que a lo mejor nosotros lo estamos haciendo igual de mal o peor que nuestro prójimo (ya sabéis, lo de la paja en el ojo ajeno y la viga en el nuestro).

Por supuesto hay que evitar hacer ciertas cosas, porque toda acción trae consecuencias, pero así no se resuelve el problema de raíz.

Tampoco pretendamos resolverlo nosotros, que somos los causantes. ¡No sabemos cómo hacerlo! Por mucho que lo intentemos, la maldad vuelve a nuestro corazón, como las olas de la pandemia que recorren nuestro mundo una y otra vez. Por lo que tenemos que buscar la solución fuera de nosotros mismos.

Esto que comento lo expresó con gran maestría el apóstol Pablo, que contaba a los creyentes en Roma su lucha contra el pecado (Ro 7:7-25). Querer no hacer el mal por sus propias fuerzas se les estaba haciendo un imposible. Y esta es una lucha que es común a todos nosotros. Por eso mismo, la solución está en Cristo que nos provee de la “vacuna” definitiva.

¿Sigues luchando con todas tus fuerzas con el pecado? ¿Quieres dejar de hacer el mal? Te voy a decir algo que resulta transgresor: ¡Deja de intentarlo! Simplemente no puedes ni podrás nunca. Déjalo en manos de Cristo, y confía toda tu vida plenamente a Él y ríndete, y olvídate de ti.

Él ya ha hecho la obra que tú deberías haber hecho pero que aun así no puedes. Simplemente acéptalo y haz que Él te gobierne. ¡Ahí tienes la solución! ¡Ahí tienes la vacuna, no sólo contra la peor de nuestras enfermedades sino contra la mismísima muerte eterna!

Santi Hernán

Navidad, a pesar de todo

“Aconteció en aquellos días, que se promulgó un edicto de parte de Augusto César, que todo el mundo fuese empadronado. Este primer censo se hizo siendo Cirenio gobernador de Siria.”




Lucas 2:1-2
Mascarilla, como adorno en el árbol de navidad

Estamos tan acostumbrados a la típica navidad con luces de colores, gente por todas partes, un montón de familiares y amigos alrededor de una mesa atestada de comida y regalos, y este año será tan diferente… Quizá muchas de las cosas las seguiremos teniendo, las luces parece que nunca fallan, pero está claro que no tenemos las mismas sensaciones, con ese nuevo visitante que se nos ha colado sin permiso en nuestras vidas, llamado Coronavirus. Ese visitante tan acaparador que ha impedido esas multitudinarias reuniones familiares y que, junto a la nueva crisis económica, nos ha devuelto a una especie de nueva austeridad.

En estos últimos diez meses el mundo se ha vuelto completamente loco. Todo ha cambiado tanto (y sigue cambiando) que nos cuesta seguirle la pista al correr de los acontecimientos.

El mundo antiguo, dados los pocos datos que tenemos sobre él (pocos en comparación con la gran información que tenemos hoy), desde la mente del siglo XXI, pensamos que era más estable, pero nada más lejos de la realidad. La era clásica era tan convulsa a nivel social, político y económico (e incluso sanitario) como lo es hoy. Uno de los cronistas que recogieron con cierta fidelidad lo ocurrido en aquellos tiempos era el judío Flavio Josefo, que narró la historia de su pueblo en aquellos tiempos que vieron cómo éste era sometido por diferentes potencias.

Siguiendo la estela de Josefo, tenemos a Lucas que, sin ánimo de ser tan completo con la historia judía, sí quiso recoger con escrupuloso orden (Lc 1:1-4) la historia más grande jamás contada, la de la vida de nuestro salvador sobre la tierra.

La historia que Lucas relata y que solemos emplear en tiempos de navidad comienza con una ubicación histórica de los hechos, que aparece reflejado en el pasaje de cabecera (Lc 2:1-2). Es decir, que cuando Jesús nació, Augusto César promulgó un edicto para que todo el mundo fuera empadronado, y para más señas tenemos el dato de que Cirenio era gobernador de Siria.

Nos quejamos por cada “edicto”, (en forma de BOE) que promulga nuestra clase política con respecto a las medidas para combatir la covid-19, pero en aquel entonces, lo que promulgaba el César afectaba al mundo (conocido) entero. Incluso el gobernador de Siria también se tenía que someter, incluso el tirano Herodes El Grande también estaba debajo del yugo de Roma.

Había poderes y circunstancias que estaban por encima de las vidas de todos los que vivían en aquella cultura. Estas circunstancias eran tan cambiantes como el que gobernaba en Roma y todos se tenían que someter. Hoy día las circunstancias nos obligan a someternos y a hacer ajustes y cambios en nuestras vidas.

José y María tuvieron que recorrer los más de 100 kilómetros que separan Nazaret de Belén, en una época en la que no había más medio de locomoción terrestre que a pie o a borriquito y no había autopistas sino caminos polvorientos de tierra, barro y piedras.

A nosotros se nos pide guardar distancias, ponernos mascarillas, lavarnos las manos, hacer ciertas renuncias sociales y usar medios telemáticos, entre otras muchas cosas (¡Cómo le hubiera gustado a José emplear medios telemáticos para empadronarse en Belén! ¡Cómo habría cambiado la historia!).

Pero ¿Sabéis que es lo más importante? Que en medio de estas circunstancias adversas (las de la antigüedad) Jesús nació. Él no escogió un momento de estabilidad para venir, ni el momento y el lugar que nosotros entendemos como “más propicio” para nacer, sino que vino en medio de un mundo en crisis y cambiante, un mundo sometido por poderes arbitrarios y hostiles.

Éste de la antigüedad era un mundo revolucionado y peligroso, no tan diferente al de hoy ¿Y sabéis por qué lo escogió? Porque Dios está por encima de todo poder terrenal, por encima de toda circunstancia y es Señor por encima de toda crisis. Sus planes siempre se cumplen a pesar de la oposición reinante, y a pesar de Augusto César, de Cirenio, de Herodes, del Coronavirus, de los gobiernos actuales y cualquier otra situación. ¡Él es el Señor! Y en 2020 seguimos aquí, celebrando que ha nacido y ha establecido un reino, esta vez sí, estable de verdad, que jamás caerá. ¡Feliz Navidad!

Santi Hernán

El Reino está cerca

“… sabed que está cerca el reino de Dios.”

Lucas 21:31
Esperando la llegada del Reino, en medio de las dificultades
Esperando la llegada del Reino, en medio de las dificultades

Recuerdo que allá, en el ya lejano mes de marzo, se llegó a comentar que esta pandemia iba a ser algo tan pasajero como la duración de la primavera que este virus nos robó, y que en verano seríamos libres de nuevo. Recuerdo con qué optimismo se vivieron aquellas tres fases de la famosa desescalada, contando los días para vivir un verano como el habitual, para regresar a nuestros trabajos, poder irnos de vacaciones a la playa como de costumbre y volver a abrazar a los nuestros en una normalidad que no era esa que llamaban “nueva” sino que era la de siempre, cuando pensábamos que el Coronavirus no era capaz de sobrevivir a los más de 30 o 40 grados del calor del verano español ¡Cuán equivocados llegamos a estar! ¡Y qué poco sabíamos! Sólo algunas voces de expertos pesimistas anunciaban una fuerte segunda ola o rebrote en otoño.

Estamos en otoño, de camino a un nuevo invierno, en el que este virus amenaza con juntarse, mezclarse y confundirse con sus parientes que nos suelen visitar en estas fechas, como los resfriados o las gripes. Ahora también regresan las restricciones y nuevos confinamientos, y esperemos (y oremos) de corazón que no sean como los que tuvimos en primavera, porque poco nos falta para volver a esa triste situación y casi a las puertas de la navidad.

Esto nos recuerda que el mundo sigue doliéndose, el mundo actual, moderno, sofisticado, hiperconectado y desarrollado sigue intentando dar la batalla a un virus que a día de hoy (noviembre) ha segado las vidas de más de un millón de personas en todo el mundo y ha afectado a otros 45 millones. Por cada noticia esperanzadora de nuevas vacunas, surgen más acerca de nuevos contagios, fallecimientos y consecuentes restricciones y nuevos recortes a nuestra libertad ciudadana en favor de mayor seguridad para nuestra salud pública.

Ahora más que nunca nos acordamos de las palabras de Jesús que nos recuerda en qué clase de mundo enfermo habitamos. Una creación hecha perfecta al principio, pero que deterioramos nosotros mismos con nuestra maldad.

Pero donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia (Ro 5:20). Ahora más que nunca nos hacemos eco de las palabras de Jesús que, no tapa ni oculta los males del mundo, pero sí nos ofrece esperanza fuera de él, mientras nos muestra su mano tendida. El contexto del pasaje de cabecera (Lucas 21:5-36) es un discurso desgarrador del maestro, en el que anticipaba a sus discípulos, lo que se iría confirmando en los años, décadas y siglos posteriores, hasta llegar a nuestros días: que el mundo iba a sufrir guerras y amenazas de guerras, desastres naturales, pobreza y pestilencia (¿virus? Lc 21:11), entre otras señales, también habrá persecución contra los seguidores de Jesús, y con la destrucción posterior de Jerusalén y su templo (que sabemos por la historia que ocurrió en el año 70 d.C) se destruiría la tradición del celoso pueblo judío. Es decir, los tiempos iban a cambiar como lo están cambiando para nosotros, que, acostumbrados a una rutina, ahora toca reinventarse y adaptarse a una nueva, que quizá nos siga durante mucho más tiempo del que pensamos (espero equivocarme). En medio de amenazas, miedos, persecución y desastres naturales y sociales por doquier, Cristo nos da esperanzas. Todo lo que sucede será la antesala de algo maravilloso, la venida del Reino de Dios. No solamente podemos leerlo en clave escatológica (de los últimos tiempos) sino en que ese Reino está con nosotros y en nosotros y ya lo estamos disfrutando. No es necesario acudir al templo, como tenían por costumbre los judíos para encontrarse con Dios, sino que ya había llegado el momento en el que los verdaderos adoradores adorarían desde cualquier lugar (Juan 4:23). Con esto no quiero decir, ni mucho menos, que nos dejemos de congregar, hagámoslo mientras podemos, más bien hago un llamamiento a no desanimarnos, a no desfallecer. Si nuestra fe depende de si nos congregamos o no ¡Qué pobre es nuestra fe! No busquemos el Reino en el local físico de la iglesia, sino que lo hagamos en reflexión profunda y personal y analicemos cómo esta nuestra vida y nuestro corazón ante la venida de todos estos males que nos acechan hoy, y ante la llegada de este glorioso Reino.

Santi Hernán

Regreso a casa

“Y traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y hagamos fiesta; porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado. Y comenzaron a regocijarse.”

Lucas 15:23-24

Septiembre, mes de regresos: Regreso a clase, regreso (para muchos) de sus vacaciones al trabajo y, sobre todo, regreso a casa.

Aunque sabemos que este año ha sido bastante anormal, también en cuanto a las vacaciones se refiere, el regreso a casa, aunque pueda parecer para la mayoría de nosotros la tediosa vuelta a la rutina, siempre es un alivio, incluso cuando acabamos cansados de nuestra casa, porque estuvimos confinados en la misma durante muchas semanas, hasta hace no mucho tiempo.

Y es que la libertad de poder salir y movernos, se ve en conflicto con el confort de estar en el espacio personal que representa nuestro hogar. Y aun dependiendo del carácter que tengamos cada uno: cada cual puede ser más o menos aventurero, al final siempre puede buscar un lugar donde sentirse protegido y descansar.

Esto me recuerda al más famoso viaje de ida y vuelta que encontramos en la Biblia: La parábola del hijo pródigo (Lucas 15:11-32).

Posiblemente es una de las parábolas más conocidas en todo el mundo y una de las más usadas para el evangelismo, pero no olvidemos que también es para nosotros, los que estamos “dentro” de la familia de la fe, ya que esta historia tiene más detalles y matices de lo que podamos pensar.

La manera insolente en la que el hijo menor pide su herencia y se va con ella, la manera tan absurdamente hedonista de malgastarla, lo bajo que cayó este personaje en los peores momentos, la recapacitación y el camino ideando una nueva vida de esclavitud, el caso del hermano mayor que envidia el festivo y pomposo recibimiento al menor (a veces nos podemos sentir identificados con él), etc. Pensamos tanto en este descarado hijo menor y la trastada que hizo y luego como “revivió” regresando a su hogar, que a veces perdemos de vista al verdadero protagonista de esta corta y bella historia: el amoroso padre.

Cuando pensamos en nuestro papel dentro de esta parábola, estamos siendo influidos tanto por los cuentos clásicos como las películas de Hollywood que se han empeñado en etiquetar a “los buenos” y “los malos”, a los “héroes” y los “villanos”, y habitualmente pasamos por alto que, en esta historia, los dos hijos tienen un poco de cada lado. Ambos son personajes ambiguos, que demuestran tener su punto de debilidad y conflicto en momentos diferentes y por eso, son como nosotros, tan buenos como malos. Pero el que está tanto en medio como por encima de cada uno, como haciendo de juez, pero también de abogado, es el padre. Y de él no cabe ninguna duda de que es el único y verdaderamente bueno de toda la historia.

Nadie puede llegar a pensar en identificarse con el padre. Nadie llega, ni de lejos, a su nivel. Todos tendemos a despreciar, no damos o directamente condenamos. Sólo el padre rompe nuestros esquemas de lo que entendemos que es la justicia y la misericordia.

El padre da y se da a sí mismo, y una vez que ha dado, vuelve a dar. Uno de los hijos pide al principio y el otro pide al final. El padre da al hijo menor y el padre no ha dejado de dar al mayor en ningún momento.

Y el hogar como marco perfecto de referencia. Ese lugar del que nos empeñamos en escapar porque tratamos de buscar algo que ya había, pero que ninguno de nosotros lo sabía.

Fuera del hogar ¿Qué buscas? ¿Te buscas a ti mismo? ¿Buscas tu identidad? ¿Buscar cariño, amor y aceptación? ¿Buscas plenitud? Sigue buscando si quieres, porque tarde o temprano te darás cuenta de que ahí fuera no está lo que necesitas. Lo que siempre has necesitado, lo que te define y te da identidad es saber que eres hijo del Padre y que en su hogar está tu origen, pero también tu destino. Tu plenitud y tu felicidad. Recapacita, arrepiéntete y vuelve. Date cuenta también de que, si ya estás dentro, no busques tres pies al gato, no te despistes por lo que haga el otro, y piensa que tu padre es el mismo que el de aquel pobre desgraciado que se perdió y que, en lo profundo de tu corazón probablemente le envidiarías porque quisieras haber huido de casa como lo hizo él. Pero piensa una vez más quién eres tú, cuál es tu hogar y, sobre todo, quién es tu padre, que también quiere que tú disfrutes de su presencia y del regreso de tu hermano perdido.

Santi Hernán

El verdadero descanso

“Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar.”

Jesús, en Mateo 11:28
Descanso

Estamos en agosto, un tiempo de descanso para muchos. Pretendemos descansar en un año, que, aunque los hemos pasado buena parte encerrados en casa, no hemos descansado.

Nos vamos a la playa y tampoco podemos descansar. Si pretendemos viajar a América, la cosa está peor. Además de cómo está la situación en los Estados Unidos y en los países de América Latina, a lugares exóticos y paradisíacos como la famosa playa de Copacabana, en Río de Janeiro no podemos ir, porque todos sabemos cómo está la situación en Brasil.

Si no hubiese ocurrido nada de esta pandemia, posiblemente también hablemos de un fenómeno que se da mucho, que es el de descansar de las vacaciones. A veces, nos afanamos tanto en preparar unas vacaciones, con su viaje, con sus reservas, con todas las cosas que conlleva, que cuando regresamos, lo hacemos agotados y tenemos que descansar de este viaje, y necesitamos unas vacaciones de las vacaciones. ¡Qué ironía!

¿Hay algún lugar donde podamos descansar verdaderamente? ¿Existe en este mundo un verdadero estado de descanso para nosotros?

En Mateo 11:25-30 Jesús da la clave en nuestra búsqueda del ansiado verdadero descanso.

No importa si estamos de vacaciones en un lugar tranquilo y exótico, alejados del mundanal ruido, nuestra alma no descansará sin Cristo.

Y si nuestra alma no descansa, tarde o temprano, el resto de nuestro ser tampoco lo hará porque hay un yugo sobre nosotros que no queremos soltar. Un yugo que confiamos en llevar por nosotros mismos, o incluso lo podemos negar, pero resulta ser una carga demasiado pesada. Una carga en forma de afanes, pensamientos y ansiedades, que nos empeñamos en llevar nosotros porque confiamos en nosotros mismos más que en nadie. De igual manera que una vaca paciendo en el campo, rumia una y otra vez el pasto que se lleva a la boca, así somos nosotros dando vueltas a nuestras cargas y circunstancias.

Da la impresión de que nos gusta cargar con nuestros problemas, porque pensamos que somos los más indicados para resolverlos, y confiar en que el tiempo lo resolverá o se resolverá sólo. Y no es así. Creemos que el tiempo cura las heridas y lo que hace es permitir que sigan infectándose más si no las curamos o, mejor dicho, si no acudimos al que es capaz de curarlas: El médico o el enfermero.

Jesús mencionó la manera práctica de llevar a cabo ese cambio de yugo, del pesado de nuestras circunstancias, por el yugo ligero de Cristo. La clave está en Él.

Cuando hablamos de libertad y de yugo personal, hablamos de someternos al mayor de los tiranos, que no es un dictador político, no es un poderoso terrateniente, no es un jefe muy mandón, ni siquiera es Satanás. El mayor de los tiranos eres tú mismo, y soy yo mismo. Tus (y mis) deseos, tus (y mis) circunstancias, tu (y mi) egocentrismo, todo esto nos domina y deposita en nosotros un yugo mucho más pesado de lo que creemos.

¿Cómo se combate a este fiero tirano? ¿Cómo deshacernos del yugo que ha colocado encima de nosotros? o, mejor dicho, que nos hemos colocado encima nosotros. La receta la da Jesús, y sale directamente de su corazón: Mansedumbre y humildad. Mansedumbre para aprender a ser dominados y someternos, someter nuestro ego (¡No es fácil!), y humildad para proyectarnos fuera de nosotros mismos. Este es un acto de plena confianza.

Pero no es un acto de confianza ciega, como la de los papelitos que se han puesto en muchas ventanas y terrazas, con un dibujo del arco iris y el lema «todo va a salir bien», sin llegar a saber si realmente va a salir bien. Es la confianza por conocer a Cristo y ser plenamente conscientes de que nadie mejor que Él tiene el control de todas las cosas.

Y cambiar este yugo, porque todos tenemos un yugo, no nos engañemos, ya sea el nuestro o el de nuestro Señor, no es fácil, es una tarea que tenemos que hacer de manera diaria. Ser manso es someterse diariamente, rendirnos a la pelea con nosotros mismos y sacar la banderita blanca, dejar que sea otro quién gobierne nuestra vida. Escupir esos problemas que estamos todos los días rumiando, porque no debemos seguir masticándolos.

Ser humilde es pensar que la vida no consiste en yo, y en mí, y mis circunstancias. No consiste en pasarnos la vida mirando nuestro ombligo, con nuestros problemas y en pobrecito de mí y que mal me va la vida. Consiste en levantar la mirada de ese ombligo y mirar hacia adelante y hacia afuera, mirar a “lo” demás y a “los” demás. Mirar al prójimo y, sobre todo, mirar al Maestro todos los días. Porque este es un trabajo diario. ¿Quieres ser libre y descansar verdaderamente? Mira a Cristo y suelta diaria y conscientemente tus problemas en sus manos. Ríndete y olvídate de ti mismo y sométete a Él. Sé confiado como niño y deja de ser sabio y entendido en tu propia sabiduría. El yugo de Cristo es fácil de llevar. Hallarás descanso en Él.

Santi Hernán