Estamos en agosto, un tiempo de descanso para muchos. Pretendemos descansar en un año, que, aunque los hemos pasado buena parte encerrados en casa, no hemos descansado.
Nos vamos a la playa y tampoco podemos descansar. Si pretendemos viajar a América, la cosa está peor. Además de cómo está la situación en los Estados Unidos y en los países de América Latina, a lugares exóticos y paradisíacos como la famosa playa de Copacabana, en Río de Janeiro no podemos ir, porque todos sabemos cómo está la situación en Brasil.
Si no hubiese ocurrido nada de esta pandemia, posiblemente también hablemos de un fenómeno que se da mucho, que es el de descansar de las vacaciones. A veces, nos afanamos tanto en preparar unas vacaciones, con su viaje, con sus reservas, con todas las cosas que conlleva, que cuando regresamos, lo hacemos agotados y tenemos que descansar de este viaje, y necesitamos unas vacaciones de las vacaciones. ¡Qué ironía!
¿Hay algún lugar donde podamos descansar verdaderamente? ¿Existe en este mundo un verdadero estado de descanso para nosotros?
En Mateo 11:25-30 Jesús da la clave en nuestra búsqueda del ansiado verdadero descanso.
No importa si estamos de vacaciones en un lugar tranquilo y exótico, alejados del mundanal ruido, nuestra alma no descansará sin Cristo.
Y si nuestra alma no descansa, tarde o temprano, el resto de nuestro ser tampoco lo hará porque hay un yugo sobre nosotros que no queremos soltar. Un yugo que confiamos en llevar por nosotros mismos, o incluso lo podemos negar, pero resulta ser una carga demasiado pesada. Una carga en forma de afanes, pensamientos y ansiedades, que nos empeñamos en llevar nosotros porque confiamos en nosotros mismos más que en nadie. De igual manera que una vaca paciendo en el campo, rumia una y otra vez el pasto que se lleva a la boca, así somos nosotros dando vueltas a nuestras cargas y circunstancias.
Da la impresión de que nos gusta cargar con nuestros problemas, porque pensamos que somos los más indicados para resolverlos, y confiar en que el tiempo lo resolverá o se resolverá sólo. Y no es así. Creemos que el tiempo cura las heridas y lo que hace es permitir que sigan infectándose más si no las curamos o, mejor dicho, si no acudimos al que es capaz de curarlas: El médico o el enfermero.
Jesús mencionó la manera práctica de llevar a cabo ese cambio de yugo, del pesado de nuestras circunstancias, por el yugo ligero de Cristo. La clave está en Él.
Cuando hablamos de libertad y de yugo personal, hablamos de someternos al mayor de los tiranos, que no es un dictador político, no es un poderoso terrateniente, no es un jefe muy mandón, ni siquiera es Satanás. El mayor de los tiranos eres tú mismo, y soy yo mismo. Tus (y mis) deseos, tus (y mis) circunstancias, tu (y mi) egocentrismo, todo esto nos domina y deposita en nosotros un yugo mucho más pesado de lo que creemos.
¿Cómo se combate a este fiero tirano? ¿Cómo deshacernos del yugo que ha colocado encima de nosotros? o, mejor dicho, que nos hemos colocado encima nosotros. La receta la da Jesús, y sale directamente de su corazón: Mansedumbre y humildad. Mansedumbre para aprender a ser dominados y someternos, someter nuestro ego (¡No es fácil!), y humildad para proyectarnos fuera de nosotros mismos. Este es un acto de plena confianza.
Pero no es un acto de confianza ciega, como la de los papelitos que se han puesto en muchas ventanas y terrazas, con un dibujo del arco iris y el lema “todo va a salir bien”, sin llegar a saber si realmente va a salir bien. Es la confianza por conocer a Cristo y ser plenamente conscientes de que nadie mejor que Él tiene el control de todas las cosas.
Y cambiar este yugo, porque todos tenemos un yugo, no nos engañemos, ya sea el nuestro o el de nuestro Señor, no es fácil, es una tarea que tenemos que hacer de manera diaria. Ser manso es someterse diariamente, rendirnos a la pelea con nosotros mismos y sacar la banderita blanca, dejar que sea otro quién gobierne nuestra vida. Escupir esos problemas que estamos todos los días rumiando, porque no debemos seguir masticándolos.
Ser humilde es pensar que la vida no consiste en yo, y en mí, y mis circunstancias. No consiste en pasarnos la vida mirando nuestro ombligo, con nuestros problemas y en pobrecito de mí y que mal me va la vida. Consiste en levantar la mirada de ese ombligo y mirar hacia adelante y hacia afuera, mirar a “lo” demás y a “los” demás. Mirar al prójimo y, sobre todo, mirar al Maestro todos los días. Porque este es un trabajo diario. ¿Quieres ser libre y descansar verdaderamente? Mira a Cristo y suelta diaria y conscientemente tus problemas en sus manos. Ríndete y olvídate de ti mismo y sométete a Él. Sé confiado como niño y deja de ser sabio y entendido en tu propia sabiduría. El yugo de Cristo es fácil de llevar. Hallarás descanso en Él.
Santi Hernán