«Por la fe Abraham, cuando fue probado, ofreció a Isaac; y el que había recibido las promesas ofrecía su unigénito, habiéndosele dicho: En Isaac te será llamada descendencia” Hebreos 11:17-18
“puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe, el cual por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio, y se sentó a la diestra del trono de Dios.” Hebreos 12:2
Abraham y Sara eran una amable, valiente y fiel parejita de ancianos que se habían instalado hace algún tiempo en la desconocida tierra de Canaan allá por el 2000 antes de Cristo. Eran gente trabajadora, bondadosa, educada, e incluso tenían dinero, pero les faltaba algo que resultaba vital en aquel tiempo, tener descendencia. Humanamente era imposible que Abraham tuviera un vástago legítimo al que poder dejarle su gran legado… pero eso sí, ¡humanamente! Puesto que Dios ya le prometió no sólo un hijo, sino ser el mismísimo padre de toda una nación escogida. ¿Cómo sería eso posible? Para Dios no hay nada imposible. Y de ahí nació Isaac, nombre relacionado con la risa que le produjo a su madre el conocer la noticia de su embarazo.
Pues bien, ahora situémonos: imaginad por un momento el calvario que ha tenido que pasar el bueno de Abraham hasta poder ver, abrazar y criar a Isaac, su hijo legítimo y deseado, el hijo de la promesa. La palabra nos cuenta que Dios pidió a Abraham algo descabellado: el sacrificar a su hijo (ya algo más crecidito) en el altar ante Dios ¿Cuál sería la reacción de Abraham? Y ahora te pregunto ¿Cuál sería tu reacción? La de cualquier padre de bien sería proteger la vida e integridad de su hijo a toda costa, cueste lo que cueste, sea como sea. Un padre sería capaz de dar la vida por su hijo, de sacrificarlo todo por darle lo mejor, de trabajar un poco más para que ese hijo pueda disfrutar de un plato de comida más o de trabajar menos para pasar más tiempo con él. Pero Abraham ¿Qué hizo? Sin dudarlo llevó a su hijo al monte para cumplir con el mandato de Dios, estaba dispuesto a sacrificar ¡A su propio hijo! Por obedecer a Dios que probablemente se habría manifestao de alguna manera que seguro que muchos de nosotros no nos habríamos fiado. No es enajenación mental lo que padeció Abraham, no es delirio, ni falta de amor por su hijo Isaac, más bien todo lo contrario: Es responsabilidad.
La responsabilidad es uno de tantos valores que se estan perdiendo en nuestra sociedad, si alguno no lo ha perdido probablemente lo ha malinterpretado o retorcido. ¿Cómo se puede malinterpretar o retorcer la responsabilidad? Pues cambiando las prioridades, tan sencillo como eso. ¿Qué ocurre cuando una persona trata por todos sus medios de hacer algo que cree firmemente que puede ser bueno? Puede que la cosa le salga bien, pero puede que le salga mal o simplemente el resultado no es el esperado y por supuesto luego viene la confusión ¿Por qué? ¿Acaso Dios no ve el esfuerzo que he hecho por sacar adelante a mi familia? Si, es algo loable, pero no es suficiente ni responsable. Lo responsable en un padre de familia es reposar en el Señor. De la misma manera que en ocasiones no es mejor saber, sino tener el teléfono del que sabe; para un padre, no es cuestión de esforzarse por ser mejor padre sino por confiar en el Padre por excelencia: Nuestro Dios. Piensa por un momento en cuantos hijos han salido de su casa rebelándose contra sus familias mientras el padre exclama “¡Si yo le he dado lo mejor! ¿En qué le he fallado?” En que quizá a ese hijo no le has dado lo que es realmente lo mejor, la fe y el amor.
Los que hemos leido un poquito este pasaje sabemos como acaba: Por un lado tenemos a un Isaac muy confundido recostado sobre el altar ya preparado para el sacrificio, por otro a Abraham de pie, empuñando la daga para asestar la puñalada mortal. Pero en el último segundo Dios les demostró la fe y confianza plena de Abraham y por supuesto no hubo sacrificio humano (ver Génesis 22) … de momento, ya que 2000 años después Dios predicó con el perfecto ejemplo enviando a su hijo a morir en la cruz, aquí si hubo sacrificio y muerte, pero hubo victoria. La victoria de la fe y el amor sobre nuestra razón. La victoria a la que se puede agarrar cualquier padre de familia y por supuesto, toda familia. Esa fe, ese amor, es auténtica responsabilidad.