“así nosotros, siendo muchos, somos un cuerpo en Cristo, y todos miembros los unos de los otros. ” Romanos 12:5
Por precios muy económicos, todos podemos tener internet, incluso en la palma de nuestra mano, en el móvil, en cualquier parte, a cualquier hora podemos acceder a toda la información del mundo en cuestión de segundos: Consultar el pronóstico del tiempo, las noticias, los resultados deportivos en tiempo real, podemos comunicarnos casi ilimitadamente con nuestros seres queridos que viven a miles de kilómetros o con nuestro vecino, podemos almacenar fotos y mostrarlas a los demás, y un largo etcétera… las posibilidades son enormes y cada vez mayores, a medida que las conexiones van mejorando y las redes siguen evolucionando. Estamos cada vez más conectados, y es algo muy útil.
Pero esto ya sabemos que estas cosas, también pueden ser un problema.
Cada vez nos conectamos más con la gente que no está ahí, pero nos olvidamos de los que están aquí, más cerca, presencialmente. Y por mucho que avance y se democratice la tecnología, no se debe de perder nunca, ese apretón de manos, ese abrazo, esa conversación cercana y cálida, cara a cara, no tanto “cara a pantalla”.
Los jóvenes están muy enganchados a este tipo de comunicación, pero también sabemos que les gusta mucho quedar y salir, hacer cosas juntos y comunicarse tradicionalmente. Y ese hacer cosas juntos, debe de ser una de las bases de la congregación en la iglesia. Hay iglesias, sobre todo en Estados Unidos, donde los cultos los retransmiten en directo, en video por internet, pensando en esas personas que por la razón que sea, no pueden desplazarse a la iglesia. Insisto, eso esta bien… Lo malo es abusar de ello y es donde se perdería el hecho de ser iglesia.
La iglesia no es un espectáculo, donde llegar, sentarse cómodamente y ser un espectador más. Luego al volver a casa surgen las típicas conversaciones de sobremesa dominical: “¡Qué bonito ha estado el sermón!”, o “¡Qué aburrido ha estado!”, o “¡Cómo ha desafinado el director del grupo de alabanza!”, o “¡Qué equivocado ha estado el pastor en su prédica!”, o decir inocentemente: “¡Qué bien ha estado todo, he salido lleno y bendecido… !”
Aquel que viene a la iglesia a contemplar un espectáculo, que como todo espectáculo, puede ser criticable o comentado, entonces esa persona no ha entendido nada, no sabe en qué consiste formar parte de la iglesia. ¡Normal! En este país, aún está muy presente la cultura católica no practicante, que se reduce a acudir “a misa” una vez por semana, o simplemente venir cuando hay algo especial, o para ver si así uno se siente mejor, o a ver a los hermanos, que hace mucho tiempo no se ven. Si la iglesia se hubiese establecido sólo para eso, hace siglos que habría desaparecido.
La Biblia dice que Dios mismo ha establecido la iglesia con un propósito: Dar a conocer a Cristo al mundo, y para ello, nosotros somos (o debemos ser) ejemplo de lo que debe ser el amor incondicional, porque lo hemos conocido a través de nuestro Salvador. Pero también estamos para crecer y progresar personalmente, lo que conocemos como “ser edificados”, y para ello tenemos dones, que Dios mismo repartió y dispuso entre TODOS y cada uno de nosotros: Unos enseñan, otros predican, otros alaban, otros cuidan y consuelan, otros interceden en oración, otros evangelizan de forma creativa, otros proveen, pero nadie… repito NADIE, se debe quedar sin hacer nada.
¡Qué preciosa esa metáfora que hace el apóstol Pablo, acerca de que la iglesia es un cuerpo! No un cuerpo (o corporación) humana cualquiera, sino el mismísimo cuerpo de Cristo. Somos sus ojos para ver lo que ocurre en el mundo, somos manos para hacer cosas a favor de la comunidad, somos sus pies para acudir al necesitado y al perdido, somos su boca para contar de sus maravillas. Mucha gente no verá a Dios, pero sí nos verá a nosotros. Todos somos miembros útiles que cumplen una valiosa función.