“Y aconteció que estando ellos allí, se cumplieron los días de su alumbramiento. Y dio a luz a su hijo primogénito, y lo envolvió en pañales, y lo acostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el mesón.” Lucas 2:6 y 7
“Jesús le dijo: Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; mas el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar su cabeza.” Mateo 8:20
Fue como a principios de noviembre, que recuerdo haber visto el primer anuncio en televisión, con algún motivo navideño, para colmo los protagonistas de ese anuncio eran los reyes, y recuerdo que la primera vez que lo vi, en los primeros días del mes de noviembre, las circunstancias climatológicas que vivimos provocaron la extraña
situación de que aún vestía con manga corta, y aún no había “estrenado” la calefacción. Para un europeo se hace muy extraño el hecho de desligar la época de navidad, del frío. ¿Por qué os cuento esto? Porque sin exagerar, a veces adelantamos demasiado la navidad, y tenemos la sensación de que algún año de estos, veremos adornos navideños en las calles mientras paseamos por ellas vestidos con pantalón corto, sandalias y saboreando un helado .
¿Qué tiene que ver esto con el adviento? Mucho. La palabra adviento deriva de advenimiento, que da la idea de alguien que “viene” o “esta viniendo”, un tiempo de preparación para acoger a alguien especial y anunciado. No es un invento nuevo esto del advenimiento, más bien, es algo que viene de muy antiguo, pues hace más de 3000 años que esperaban un prometido, un elegido (un mesías o cristo), y las señales de su nacimiento, ya fueron dados por los profetas de Dios. Era tiempo de prepararse para quien venía, no uno cualquiera, sino el mismísimo Dios, hecho como uno de nosotros.
Pero tanta iba a ser su humanidad, que incluso su venida sería tan humana como el más mísero de nuestros semejantes. No fue en el palacio de un rey, ni siquiera en una confortable casa romana, es más, ni siquiera fue en una humilde casa judía de la época. No, fue en el lugar donde comen, duermen e incluso hacen sus necesidades, los animales del campo, las bestias de carga. Un lugar maloliente, ruidoso e insalubre, un desagradable nido de gérmenes. Quienes hayan estado en un establo sabrán perfectamente lo que hablo, y estarán de acuerdo en que es uno de los lugares menos idóneos del mundo, donde llevar a cabo el momento más delicado en la vida de cualquier persona, nacer, y el lugar donde una mujer se juega su salud, por su exposición tan evidente a tanta suciedad. Para colmo, en lugar de una experimentada matrona, o un ginecólogo de amplio conocimiento y con los mejores medios a su disposición, el parto iba a ser asistido por un probablemente inexperto varón, que de tallar la madera sabría bastante, pero de ayudar a una pobre parturienta, quizá poco. Los hombres de esa época, generalmente no participaban en este tipo de labores.
Pero Dios iba a llevar a cabo su plan tan a la perfección, que toda esa miseria descrita, pasaría a un segundo o tercer plano. Menudo advenimiento el que tuvo en la tierra el Dios creador del universo ¡Que forma tan espantosa de recibir al Rey de reyes! Con razón, al crecer este niño, mencionó que el hijo del hombre (él mismo) no tendría lugar donde recostar su cabeza.
Hoy día, el advenimiento (o adviento) que le hacemos al Cristo en nuestros hogares y corazones debe de ser mucho mejor que el primero que tuvo, porque a diferencia de que aquel entonces, hoy, la salud (espiritual) que esta en juego es la nuestra, sin embargo, y al igual que en esa noche que recordamos como tan entrañable, al Señor no le importa venir a nacer y morar a un lugar tan sucio y desagradable como es nuestro propio corazón, pero aunque así sea, abrámosle las puertas de nuestra vida, luego, el ya se encargará de cambiar ese insalubre interior nuestro, por un lugar limpio y confortable, para que el Salvador pueda morar, y recostar su cabeza y así podamos preparar nuevos corazones para que Jesús pueda cambiarlos también. Ese es el nuestro deseo para este tiempo de adviento.