Entre un buey y una mula

“Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.” Filipenses 2:5-8

Hablamos la semana pasada de villancicos, y hoy haré referencia a la frase de uno tradicional español como “Ay, del chiquirritín”, en el que uno de los versos reza así: “Entre un buey y una mula, Dios ha nacido, y en un pobre pesebre lo han recogido”.

Dejando de lado las recientes declaraciones, por escrito, del Papa Benedicto XVI, hoy hablaremos de animales en un establo (porque en un establo suele haberlos ¿no?), pero también de otros personajes… Eso sí, en forma de figuras. Y es que otra tradición típicamente navideña es poner el Belén, también conocido como Pesebre o Nacimiento.

¿Qué es el Belén? Una representación a pequeña escala de la historia de la navidad, árbol con figuras sobre un paisaje (o sin él), que no trata de ser exacta ni concisa, tanto en el tiempo como en el lugar y sus protagonistas (¿acaso alguien ha visto la escena real?).

¿Donde surge? Aunque lo veamos como una costumbre típicamente española, el primer Belén se montó en Italia, cuando San Francisco de Asís, decidió representar visualmente el nacimiento de nuestro Señor, en la cueva de Greccio, la nochebuena del año 1223, a sus feligreses, cuya inmensa mayoría no sabía leer, y mucho menos, iba a hacerlo en la única lengua en la que tenían escrita la Biblia, el latín. Eso sí, aquel primer “nacimiento” fue viviente, es decir, con personas reales y animales interpretando casi todas las escenas de este hecho. Contó además con el permiso del Papa vigente, Honorio III.

Este hecho dio lugar a un fenómeno que se extendió por toda Europa, la de representar nacimientos, que dio lugar al “presepe” italiano, “crèche” francés, o “krippe” alemán. En España, aterrizó esta moda, en el siglo XV, y hacia el XVI ya se hacían belenes con grandes estatuas de barro cocido o madera, situados principalmente en lugares de culto. Las agustinas de Murcia fueron las primeras promotoras de esta tradición. Un siglo más tarde, en el XVII, entraron los primeros belenes en las casas y surgieron distintas variaciones de tamaño, haciéndose figuras más pequeñas, hechas en barro. Los nobles competían entre sí por montar el belén más bello. Esta costumbre llegó fuerte a palacio, concretamente a la corte de Carlos III, que traía su entusiasmo por esta tradición de haberla copiado y practicado en Nápoles (Italia) y fue donde logró su mayor proyección, convirtiendo el belenismo en una tradición típicamente española.

Hoy día, ha llegado a popularizarse en prácticamente todo el mundo hispano, creándose una auténtica manifestación artística de hermosas representaciones, en la mayoría de colegios, locales de asociaciones, edificios institucionales, iglesias, casas particulares, etc, aportando además, algunos toques propios de la cultura en el lugar en la que se organiza cada pesebre. Y además, rescatando la idea de aquel presunto belén original de San Francisco de Asís, muchas localidades organizan su particular “Belén viviente” en estas fechas, con representaciones repartidas por los lugares más concurridos de pueblos, barrios y ciudades españolas y latinoamericanas.

Pero, como cada tradición, me pregunto ¿Qué sentido tiene todo esto? Para aquel pionero religioso, desde luego era una forma de compartir el evangelio, de una manera muy original, y nos enseña a usar nuestro ingenio y creatividad para hacer lo mismo (y no me limito a montar belenes vivientes, sino a compartir el evangelio con los demás, con creatividad). Pero además nos da a la idea de la forma en la que vino nuestro Señor.

Por muy bonito que se monte un belén, no olvidemos que Cristo, habiendo tenido todo en el cielo, ha cumplido las antiguas profecías con esta precaria y humilde forma de nacer en este mundo, se ha hecho siervo sufriente para demostrar su amor al mundo y rescatarlo para siempre. No olvidemos que Jesús, desde el principio, hasta el final de su vida en la tierra, fue ejemplo de humildad y de profundo amor.

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