Ha llegado un nuevo año: 2022. A algunos, cuando miramos esta cifra, nos parece que ya hubiese llegado el futuro que puede verse en algunas películas de ciencia ficción. Otros, sin embargo, se mirarán a sí mismos pensando cuántos años han experimentado ya, y los pocos que quedan en comparación con todos los vividos.
Recuerdo aún la Nochevieja del 2020 al 2021. Por algún “extraño” motivo, muchas personas estaban esperanzadas y se hacían la falsa idea en su mente de que todo cambiaría cuando el reloj diese las 00:00; especialmente que el coronavirus dejaría de existir. La experiencia nos ha mostrado una vez más que estábamos equivocados.
Estos días se llenan de deseos nobles para un feliz y próspero año. Algunos solamente repiten estas palabras como un cliché más; otros, con un corazón más sencillo lo anhelan de verdad tanto para sí mismos como para los demás. Pero lo cierto es que, aunque no nos guste reconocerlo, hay siempre en lo más profundo de nuestro corazón esa creencia de que el próximo año será mejor y más bonito, más próspero y más feliz. Dicho de otro modo, ponemos la mayor carga de nuestras esperanzas en ello – que en definitiva es lo que define a un ídolo –, y sin darnos cuenta, tenemos ante nuestros ojos un nuevo ‘becerro de oro’, solo que con otro nombre y apariencia; en este caso con nombre de ‘Año Nuevo’ y apariencia de ilusiones de felicidad y prosperidad.
Dios no está en contra de la felicidad ni de la prosperidad; las Escrituras dan testimonio de ello. De lo que está en contra es de que pongamos nuestra esperanza y confianza en personas o cosas que creemos que nos podrán dar todo esto fuera de Él. También está en contra de que definamos en nuestros términos la felicidad y la prosperidad y pensemos que esta es su voluntad para nosotros siempre (al menos en esta tierra, aquí y ahora). El texto que encabeza el boletín nos da una clara idea de esto. Todos los anhelos que tenemos de una plena felicidad y satisfacción, de no sentir más tristeza, frustración ni dolor, no se encuentran en este nuevo año ni en ningún otro en este mundo, sino más bien en aquellos – si se me permite llamarlo así – Años Eternos, los siglos de los siglos que Dios nos ha prometido a quienes amamos al Señor Jesucristo.
Uno de los teólogos españoles que tuvimos hasta el año 2014 con nosotros, José Grau, entendía que la Biblia no era pesimista ni optimista, sino realista. Y este es el sentido de estas palabras que hoy escribo. Podemos pensar muy bien del nuevo año o muy mal; creer que será mejor que el anterior o peor, pero lo cierto es que ninguna de estas dos vías es la correcta. El realismo de la Biblia nos muestra que los años que tenemos en este mundo, como decía el patriarca Jacob son “pocos y malos” (y eso que vivió 147 años). Alguno diría que estas son palabras pesimistas, pero si así lo cree, que mire alrededor. En comparación con la eternidad para la que fuimos creados, todos los años de nuestra vida son pocos. En relación a la vida de placer a la diestra de Dios que Él diseñó, esta vida es un dolor con algunos momentos felices.
Nuestra esperanza está en el cielo nuevo y tierra nueva que Juan vio y los profetas anunciaron. Entonces las cosas de aquí pasarán dando lugar a un nuevo tiempo que aún no hemos conocido ni visto. ¿Quién podrá verlo con sus ojos?
Aquellos que, arrepentidos de sus pecados, pongan en Jesucristo su confianza para ser salvos y recibir la vida eterna.
Pr. Jesús Fraidíaz