Agosto: Niños y Jóvenes

“Pero Jesús dijo: Dejad a los niños venir a mí, y no se lo impidáis; porque de los tales es el reino de los cielos.” Mateo 19:14

Hasta hace bien poco tiempo no llegábamos a tener ni cuatro o cinco niños. Ahora, gracias a Dios y por su misericordia, doblamos o en ocasiones triplicamos esa cifra.

Es algo que celebramos y que también, el Señor nos ha puesto como una gran responsabilidad. Porque los niños son una gran alegría, son una bendición, pero también son una gran responsabilidad. Una responsabilidad que como iglesia hemos de asumir decididamente, principalmente en dar una adecuada educación complementaria a la de sus padres.

Estamos en un mundo que ha ido despojando de manera progresiva la educación a los padres para otorgarla a instituciones públicas que, además de formarles en ciencias y conocimientos básicos en matemáticas, lenguaje, idiomas, educación física, etc … ha añadido de manera más o menos sutil, una serie de valores e ideologías que tienen bonita apariencia pero que lo que hacen es alejar a nuestros hijos de los valores tradicionales imperecederos.

Por supuesto, no debemos menospreciar los conocimientos que se imparten en escuelas, institutos y universidades, sobre todo si estos se basan en datos meramente objetivos y comprobables, pero como padres hemos de tener sumo cuidado con esa nueva tendencia a enseñar otros valores, lo cual debe de seguir siendo competencia de una familia sana y bien fundamentada.

Un error muy común, es ceder toda autoridad educativa a estas instituciones públicas confiando que éstas harán todo el trabajo de educación integral de los niños, incluso en todo aquello que compete a la parte ética, moral y espiritual del niño. Aunque, por otro lado, otro error muy grande es quitarles autoridad a los maestros, en la impartición de una cultura del esfuerzo y de la disciplina, que es completamente necesaria, creyendo que así se protegerá al niño de sufrir frustración por unas malas calificaciones, pero ese es otro asunto.

¿Y en nuestro ámbito cristiano? ¿Qué papel tiene la iglesia en la educación de los niños? Uno tan básico como la del colegio, incluso en ocasiones, yendo más allá. La Palabra dice en Romanos 10:17 “Así que la fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios.” Y un poco más atrás, en el versículo 14 dice “¿Cómo, pues, invocarán a aquel en el cual no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les predique?” Impartiendo el conocimiento en la fe, estaremos poniendo las bases para que ese niño crezca en estas palabras del evangelio y luego de mayor tome una decisión por Cristo. Así que dejemos a los niños acudir a Jesús… ¡No se lo impidamos!

Hablemos de los jóvenes. La adolescencia y la juventud son etapas cruciales en la vida de toda persona, y es donde se toman algunas de las decisiones más importantes.

Un niño bien fundamentado en la Palabra será un joven que tenderá a tomar las decisiones más sabias, aunque sabemos que esto no siempre es así, y pueden ocurrir mil circunstancias que pueden desviar a una persona del camino correcto, pero insisto que las bases están ahí, la semilla está plantada y puede germinar en cualquier momento. Y los padres, pero también la iglesia, tienen mucho que decir. Si los padres están en Cristo, procurarán formar en el evangelio a sus hijos, sean niños o jóvenes, pero ¿Qué ocurre cuando no lo están?

Antes que nada, la iglesia jamás se deberá de inmiscuir en la tarea primordial educativa que corresponde a los padres, aunque no sean creyentes, pero sí debemos de aportar los conocimientos adecuados para que este niño sepa discernir lo que viene de Dios de lo que no, aunque a veces contradiga a sus padres. La iglesia como tal nunca debe de convencer de nada a una mente tierna como la de un niño, o a una mente, a veces confundida, como la de un joven. ¡Ese trabajo le corresponde exclusivamente a Dios!

Pero está claro que, como dice la Palabra en 1 Tesalonicenses 5:21, los niños y jóvenes, más tarde o más temprano tendrán que aprender con su mente basada en la Palabra a “examinarlo todo y retener lo bueno”, inclusive lo bueno que venga de sus padres no creyentes o lo malo que a veces se nos escape a la iglesia, que recordemos, que no somos perfectos, pero sí tenemos un Dios perfecto.

Un Dios al que debemos de apuntar siempre como maestro por excelencia y que como Padre celestial, quiere lo mejor para sus hijos, sobre todo para aquellos que suponen el futuro de un Reino que, siendo niños, ya les pertenece.

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