Sois la luz del mundo

“Vosotros sois la luz del mundo; una ciudad asentada sobre un monte no se puede esconder. Ni se enciende una luz y se pone debajo de un almud, sino sobre el candelero, y alumbra a todos los que están en casa. Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos.”

Jesús en Mateo 5:14-16
Vela, candela, luz, manos

El pasaje de este mes es uno muy recurrente para cuando se habla de evangelización. Es habitual escucharlo a la hora de emprender campañas evangelísticas. 

Pero estas palabras del Sermón del Monte, que pronunció nuestro Señor Jesucristo, van mucho más allá de campañas o esfuerzos evangelísticos puntuales. De hecho, va más allá del mero hecho de evangelizar o gritar a los cuatro vientos que somos cristianos y que sólo en Jesús encontramos salvación.

En este pasaje, Jesús habla de ser sal y ser luz. Cada elemento metafórico tiene su significado, y por el escaso espacio que tengo no voy a entrar en todos los posibles significados que puedan tener ambas cosas, pero sí me voy a centrar en la parte de ser “luz”.

¿Qué significa ser “luz”? ¿Alumbrar para ver una nueva realidad sobre nosotros mismos? ¿Alumbrar para ser guiados y guiar? ¿Alumbrar para contemplar algo que deberíamos ver todos? La respuesta corta es sí a todo, pero también yo lo veo de una manera muy sencilla y es disipar, aunque sea de manera modesta, la oscuridad.

Pensando en la situación actual de guerra en Ucrania y viendo algunas imágenes que echan por las noticias, me viene a la mente que la guerra es uno de los mayores ejemplos de lo oscura que está la humanidad, aunque además de esta guerra podría poner muchísimos ejemplos acerca de tinieblas que no tienen porqué estar tan lejos (geográficamente) de nosotros. La oscuridad nos rodea y nos envuelve. Está por todas partes. La decadencia moral de occidente es una buena prueba de ello, pero también pienso en la oscuridad que está presente en la hipocresía de aquellos que creyéndose justos, sus hechos demuestran lo contrario o sencillamente no terminan de ser “luz” porque, ensimismados se empeñan en esconderla dentro de un cajón.

Sí, con esto último me refiero a la iglesia, pero a mí no me gusta generalizar y no quiero señalar a toda la iglesia de Cristo en el mundo, ni siquiera a la iglesia en España, y tampoco a nuestras iglesias locales. Yo prefiero apuntar a corazones individuales de dentro de la iglesia, porque Jesús ya cuida de su pueblo en general y el Espíritu Santo lo está impulsando en diferentes formas alrededor del mundo.

¿Acaso estoy diciendo que hay gente que no evangeliza? No, sino más bien, que no está siendo la luz necesaria en medio de esta oscuridad. ¿Qué necesita ver el mundo que su oscuridad se lo impide? Necesita ver a Jesús. Ver sus manos y sus pies horadados, yendo, dando, alimentando y sanando.

Necesita ser sus oídos porque el mundo está clamando y se está quejando de dolor.

Necesita ser su boca que, no sólo pronuncie palabras de sabiduría y consuelo, palabras de vida eterna (aquí entra el evangelismo) y dando esperanza, sino también, ¿por qué no?, dando un beso sincero y amistoso a quién lo necesita.

No quiero menospreciar las campañas de evangelización que sé que tienen su lugar, pero la ayuda que, por ejemplo, una iglesia como nuestra hermana Valdetorres está dando a la familia Balboa, ha provocado más fruto en crecimiento y en mover a todo un pueblo por una causa común y en el hecho de que la iglesia se vea y (en definitiva) sea luz, que mil campañas con reparto de tratados y escenarios en el centro del pueblo. Pensemos en ello.

En definitiva, el mundo necesita que luces, pequeñas en la mayoría de los casos, que somos nosotros, alumbren porque el mundo está en guerra, bélica en el caso de Ucrania (y no olvidemos Siria, Yemen, etc) pero también en millones de batallas y guerras en los corazones de aquellos que nos rodean.

¿Estamos ayudando? ¿Estamos siendo luz en medio de la oscuridad?

Santi Hernán

Evangelizar como forma de vida

“Pero los que fueron esparcidos iban por todas partes anunciando el evangelio.”

Hechos 8:4

Este versículo de Hechos suena maravillosamente bien; es precioso, de hecho. ¿Pero recuerdas su contexto? Esteban acababa de ser apedreado y Saulo era el cabecilla de una persecución que ese mismo día se levantó contra la Iglesia, de tal manera que todos, excepto los apóstoles, fueron esparcidos por distintas zonas de Judea y Samaria. Vamos, que podríamos hacernos una idea (salvando las distancias), si dijéramos que de repente en nuestra iglesia todos tuviésemos que marcharnos a pueblos vecinos y solo quedaran los pastores. Muy alentador no suena.

Lo más interesante de todo esto era que los que habían sido esparcidos iban por todas partes anunciando el evangelio; algunos por aquí, otros por allá. Ese día la actividad evangelística de la iglesia fue una persecución… eso sí, forzada. Aunque pensándolo bien, no era tanto lo que nosotros solemos llamar como actividad evangelística. Que conste que no estoy en contra, aunque no hace falta ser muy listo para darse cuenta que no es el estilo favorito para mí (nuestro punto de misión ‘El Vínculo’ es un ejemplo). Pero lejos de abrir un debate sobre si hay una forma mejor o peor, mi intención es apuntar a que estos hombres y mujeres que fueron esparcidos anunciaban el evangelio como una forma de vida. Sí, tanto es así, que en medio de una “mudanza” obligada, ellos hablaban naturalmente de la Buena Noticia del Señor Jesucristo.

Uno podría decir que su estrategia no era muy buena, quiero decir, estaban siendo perseguidos por creer en el evangelio y, ni cortos ni perezosos, están anunciando a otros que creyeran en algo que haría que corriesen probablemente la misma suerte. Pero para ellos era algo tan anclado a su vida, lejos de esa visión que solemos tener de uno u otro ‘evento evangelístico’, que cualquier momento era propicio. Cuando hablamos de evangelizar como forma de vida no queremos decir que seamos necios, metiendo en las conversaciones con calzador algo que otros no estarán dispuestos a escuchar. Más bien se trata de saber encontrar puntos en común, nexos, lazos, vínculos, que nos permitan tocar uno u otro tema en el que al final, de modo natural, podamos anunciar el evangelio. Y créeme, a veces una sola hora basta para saber lo que es importante para una persona y a qué dios adora, aunque no sea en forma de estatuilla de bronce.

Cuento como testimonio la experiencia que tuve el otro día. Un amigo mío, llamado Héctor, es una persona que ha llegado a una altura de su vida en que se plantea asuntos profundos. En sus propias palabras se considera un estoico. Hace unas semanas estuve con él y otro amigo, y en medio de una conversación profunda, el Señor me dio lucidez y le dije: “Oye, ya que te interesa tanto leer y crees que existe un Ser Superior, ¿te importaría leer los documentos que hablan de Jesús si te los consigo?”. Le dije que me refería a los evangelios, no le engañé. Para mi sorpresa dijo que sí. Yo le insistí para hacerlo más atractivo y le propuse que me lo comentara según lo leyera, ya que me interesaba saber qué opinaba cuando lo hiciera. Pero justo cuando iba a marcharme, tuve otro momento de lucidez y le dije: “Oye, ¿y por qué no quedamos juntos para leer el evangelio y lo comentamos?”. La segunda respuesta asombrosa que obtuve de él fue que sí. Nosotros somos extranjeros y peregrinos, esparcidos en este mundo hasta llegar al Cielo, así que mientras tanto, ¿por qué no anunciamos el evangelio como forma de vida y nos alejamos de ese intento por acallar nuestras conciencias de limitarnos a unos cuantos eventos evangelísticos a lo largo del año? Los eventos están bien, pero que anunciemos con palabras el evangelio en nuestra vida diaria es el método que Dios ha elegido para salvar a otros. ¡Que Dios nos ayude!

Pr. Jesús Fraidíaz

¿Qué es la misión?

“Por tanto, id y haced discípulos de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a obedecer todo lo que os he mandado. Y os aseguro que estaré con vosotros siempre, hasta el fin del mundo.”

Mateo 28:19-20

Desde que estoy más implicado en las cosas de Dios y en la iglesia, siempre que he oído acerca de la palabra “misión” me han venido a mi mente principalmente dos cosas:

La primera: Ser de testimonio (y a ser posible de ejemplo) a otras personas que no son creyentes, para que, a través de uno mismo, puedan conocer al Cristo que nos cambió la vida y así puedan cambiar la suya.

La segunda: hacer campañas evangelísticas que consisten principalmente en que toda o parte de la iglesia sale a la calle para repartir tratados y predicar, también organizar actividades más o menos atrayentes en la calle o en lugares públicos diversos para poder llamar la atención de la gente.

Mientras que la primera cuestión debía de ser más o menos diaria (testificar a los que nos rodean: compañeros de trabajo o estudios, vecinos, familiares, amigos, etc.). La segunda se solía hacer en fechas concretas, siempre con alguna excusa: en verano, por el buen tiempo, o en navidad, ya sabéis por qué, o quizá en alguna fecha señalada (como las macro-campañas por el 500 Aniversario de la Reforma Protestante o todo lo que se organizaba cada vez que venía Luis Palau u otro gran predicador).

Pero la pregunta que (me) hago es ¿Acaso eso es misión? Sí y no. Me explico: Por un lado “sí” lo es porque forma parte de nuestra misión el anunciar el evangelio a todas las personas posibles, con los medios que sean posibles y en los momentos y por las excusan que sean posibles, y hacerlo tanto de manera masiva como de manera personal, con nuestros allegados.

Pero la respuesta definitiva para mí sería un “no” porque lo dicho antes se queda corto para definir a la “misión” de la iglesia.

Misión es mucho más que predicar en la calle y compartir en la oficina o en la casa. Es una tarea de la iglesia, que implica a toda la iglesia y con todos los dones que encontramos en ella.

Precisamente uno de los caballos de batalla que tenía que enfrentar todas las veces que se hablaba de misión y cuando se animaba a toda la iglesia a implicarse en ello era las enormes dificultades que encontraba a la hora de testificar a otros, ya que sencillamente no se me da bien, no es lo mío. Y sé de sobra que no soy el único al que le pasa. Pero para eso somos un cuerpo.

Un cuerpo en misión

Tomando la analogía de la iglesia como un cuerpo humano que hace el apóstol Pablo en 1 Corintios 12. Supongamos que aquellos que son más evangelistas, que no les importa subirse si es necesario al escenario que sea para predicar a toda la gente, son como, por ejemplo, “la boca” ¿Acaso toda la iglesia es “boca”? ¿Acaso la iglesia se compone de “bocas” que todas no dejan de hablar? No, ni mucho menos (y a Dios gracias). Existen los pies, las manos, los ojos, los oídos, etc.

Pero debemos de entender que todas las partes del cuerpo han de ir juntas a hacer el mismo trabajo, la misma misión. No hablarán los pies, pero sí se encargarán de llevar a todo el cuerpo al lugar adecuado, no hablarán las manos, pero sí se encargarán de hacer, dar, ayudar… no hablan los ojos (al menos literalmente) pero sí observan dónde hay mayor necesidad y son los que apuntan a donde se tiene que dirigir el cuerpo, no hablan los oídos, pero sí escuchan la necesidad del prójimo, y así podemos seguir con un largo etc.

¿En qué consiste la misión?

Pero yendo al meollo del asunto ¿Qué es la misión? Mateo 28:19-20, que es el pasaje de la misión por excelencia, la conocida como “La Gran Comisión”, nos habla del mandato de nuestro Señor en este aspecto. ¿Qué ordena exactamente a sus discípulos? ¿Id y predicar a las plazas?, o bien ¿Id y repartid literatura? ¿Acaso Id y haced actividades para atraer a la gente? … Todo eso suena bien, pero nuestro Señor no dijo nada de eso, sino “Id y haced discípulos” y posteriormente dice “… bautizándoles …” y “… enseñándoles …”.

Así que una campaña puntual puede ser útil y hasta cierto punto eficaz. Pero no es suficiente porque ahí falta la formación de los nuevos creyentes y su incorporación plena a la iglesia mediante el bautismo. Y ahí todos tenemos trabajo que hacer, siempre en función de los dones que Dios ha repartido como ha querido a cada uno: Acompañamiento, enseñanza, educación y formación, exhortación, oración, adoración, administración, aportación económica, acción social, etc. La pregunta es casi obligada: ¿Y tú? ¿En qué estás contribuyendo a la misión de la iglesia? ¿Qué aportación estás haciendo para cumplir con la labor de “hacer discípulos”?

Santi Hernán