Esperar y emprender

“Y perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en las oraciones. … alabando a Dios, y teniendo favor con todo el pueblo. Y el Señor añadía cada día a la iglesia los que habían de ser salvos.”

Hechos 2:42 y 47 (RV60)

“Esperad grandes cosas de Dios, emprended grandes cosas para Dios” es la frase que marcó la labor del misionero británico del siglo XVIII William Carey. Carey, cuyos orígenes personales son muy humildes, es considerado por muchos, como el padre de las misiones modernas, cuando emprendió aún con pocos recursos, la misión de alcanzar a la India para Cristo.

Podemos hablar sobre el ministerio y obra de Carey, pero hablaremos mejor sobre lo que Dios espera de nosotros, y lo que nosotros esperamos de nuestro Dios.

Este lema de Carey lo hemos adoptado en nuestra iglesia para ilustrar el propósito del Programa Global Misionero, que impulsamos desde nuestras iglesias para alcanzar a nuestro entorno y extendernos más allá.

El Programa Global Misionero es un ambicioso plan para ir más allá de nuestras cuatro paredes como iglesias y hogares, y alcanzar a nuestras comunidades y serles útiles y de bendición. Este Programa da visión y rumbo a todo aquello que hagamos en la iglesia.

Por lo pronto, se ha dado un primer paso histórico en la pasada asamblea del día 23 de octubre, aprobando por unanimidad este Programa y además, uno de sus puntos más importantes como es la solicitud de un terreno para la construcción de un nuevo templo en Sanse. 

Hemos de felicitar a nuestra iglesia por esta decisión. Porque realmente, mientras estamos esperando grandes cosas de Dios, estamos dando pasos de fe para emprender grandes cosas para Él. Sigamos perseverando y avanzando en nuestra comunión, que sabemos que Dios seguirá añadiendo a todos los que han de ser salvos y haciendo crecer así a nuestras iglesias.

Santi Hernán

¿Qué es la misión?

“Por tanto, id y haced discípulos de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a obedecer todo lo que os he mandado. Y os aseguro que estaré con vosotros siempre, hasta el fin del mundo.”

Mateo 28:19-20

Desde que estoy más implicado en las cosas de Dios y en la iglesia, siempre que he oído acerca de la palabra “misión” me han venido a mi mente principalmente dos cosas:

La primera: Ser de testimonio (y a ser posible de ejemplo) a otras personas que no son creyentes, para que, a través de uno mismo, puedan conocer al Cristo que nos cambió la vida y así puedan cambiar la suya.

La segunda: hacer campañas evangelísticas que consisten principalmente en que toda o parte de la iglesia sale a la calle para repartir tratados y predicar, también organizar actividades más o menos atrayentes en la calle o en lugares públicos diversos para poder llamar la atención de la gente.

Mientras que la primera cuestión debía de ser más o menos diaria (testificar a los que nos rodean: compañeros de trabajo o estudios, vecinos, familiares, amigos, etc.). La segunda se solía hacer en fechas concretas, siempre con alguna excusa: en verano, por el buen tiempo, o en navidad, ya sabéis por qué, o quizá en alguna fecha señalada (como las macro-campañas por el 500 Aniversario de la Reforma Protestante o todo lo que se organizaba cada vez que venía Luis Palau u otro gran predicador).

Pero la pregunta que (me) hago es ¿Acaso eso es misión? Sí y no. Me explico: Por un lado “sí” lo es porque forma parte de nuestra misión el anunciar el evangelio a todas las personas posibles, con los medios que sean posibles y en los momentos y por las excusan que sean posibles, y hacerlo tanto de manera masiva como de manera personal, con nuestros allegados.

Pero la respuesta definitiva para mí sería un “no” porque lo dicho antes se queda corto para definir a la “misión” de la iglesia.

Misión es mucho más que predicar en la calle y compartir en la oficina o en la casa. Es una tarea de la iglesia, que implica a toda la iglesia y con todos los dones que encontramos en ella.

Precisamente uno de los caballos de batalla que tenía que enfrentar todas las veces que se hablaba de misión y cuando se animaba a toda la iglesia a implicarse en ello era las enormes dificultades que encontraba a la hora de testificar a otros, ya que sencillamente no se me da bien, no es lo mío. Y sé de sobra que no soy el único al que le pasa. Pero para eso somos un cuerpo.

Un cuerpo en misión

Tomando la analogía de la iglesia como un cuerpo humano que hace el apóstol Pablo en 1 Corintios 12. Supongamos que aquellos que son más evangelistas, que no les importa subirse si es necesario al escenario que sea para predicar a toda la gente, son como, por ejemplo, “la boca” ¿Acaso toda la iglesia es “boca”? ¿Acaso la iglesia se compone de “bocas” que todas no dejan de hablar? No, ni mucho menos (y a Dios gracias). Existen los pies, las manos, los ojos, los oídos, etc.

Pero debemos de entender que todas las partes del cuerpo han de ir juntas a hacer el mismo trabajo, la misma misión. No hablarán los pies, pero sí se encargarán de llevar a todo el cuerpo al lugar adecuado, no hablarán las manos, pero sí se encargarán de hacer, dar, ayudar… no hablan los ojos (al menos literalmente) pero sí observan dónde hay mayor necesidad y son los que apuntan a donde se tiene que dirigir el cuerpo, no hablan los oídos, pero sí escuchan la necesidad del prójimo, y así podemos seguir con un largo etc.

¿En qué consiste la misión?

Pero yendo al meollo del asunto ¿Qué es la misión? Mateo 28:19-20, que es el pasaje de la misión por excelencia, la conocida como “La Gran Comisión”, nos habla del mandato de nuestro Señor en este aspecto. ¿Qué ordena exactamente a sus discípulos? ¿Id y predicar a las plazas?, o bien ¿Id y repartid literatura? ¿Acaso Id y haced actividades para atraer a la gente? … Todo eso suena bien, pero nuestro Señor no dijo nada de eso, sino “Id y haced discípulos” y posteriormente dice “… bautizándoles …” y “… enseñándoles …”.

Así que una campaña puntual puede ser útil y hasta cierto punto eficaz. Pero no es suficiente porque ahí falta la formación de los nuevos creyentes y su incorporación plena a la iglesia mediante el bautismo. Y ahí todos tenemos trabajo que hacer, siempre en función de los dones que Dios ha repartido como ha querido a cada uno: Acompañamiento, enseñanza, educación y formación, exhortación, oración, adoración, administración, aportación económica, acción social, etc. La pregunta es casi obligada: ¿Y tú? ¿En qué estás contribuyendo a la misión de la iglesia? ¿Qué aportación estás haciendo para cumplir con la labor de “hacer discípulos”?

Santi Hernán